domingo, 21 de febrero de 2010

El gordo de la confitería Avenida

Nuestra madurez está llena de mitos caídos en desgracia. A muchos de los niños de los 80 se nos vino el alma al suelo a finales de los 90 cuando vimos al “Piraña” de Verano Azul convertido en ingeniero en telecomunicaciones y activista por la paz mundial, y nuestra memoria se negaba a desprenderse de la imagen de aquel gorderas entrañable que se hinchaba a bocadillos de salchichón. La vida depara estos y otros muchos desengaños, que ya dejó dicho Fray Luis de León, no podrá mi lengua sus males referir, ni comprehendellos.

En mi clase de 4º curso de colegio había dos Robertos: Roberto gordo y Roberto delgado. A este último yo empecé a llamarlo “Robertotas” y, debido a mi insistencia, por aquello de la economía de lenguaje, la cosa se redujo a “Totas”. Un buen día, 26 años más tarde, mi madre me anunció que en su trabajo había comenzado una chica nueva, hermana de un tal Totas. Lo vi claro al momento: la obra de un artista perdura más que su memoria. Por su parte, Roberto gordo se convirtió en un músico virtuoso, tocando para diferentes orquestas y girando por el mundo. Adelgazó.

Jugaba en un equipo de fútbol los fines de semana por invitación de un viejo amigo que con los años me demostraría el escaso o nulo valor de la palabra amistad. Él también estaba gordo y su escasez técnica la suplía con sobredosis de mala baba en forma de patadas, empujones, y cualquier otro recurso bien alejado del pundonor. A otro miembro del equipo, experto en motes, se le ocurrió gritarle salchicha peleona en pleno partido, que era el título de una película del malogrado comediante norteamericano Chris Farley, que se estrenó por aquel entonces. Se trataba de una de esas comedias americanas para idiotas en las que el protagonista, el ya mencionado Chris Farley, pasaba por un fanegas aspirante a ninja. La película era humor de bastante sal gruesa y la velocidad de mi amigo por la banda más de lo mismo; lo que en los ambientes futbolísticos se conocía por “esguince de pulmón”.

Otro que fue compañero de facultad sufría escalofriantes cambios de metabolismo. Cuando empezamos la carrera lucía una corpulencia cervecera bien entrenada en barras de bares y chiringuitos. Pero no bien pasaron unos meses apareció por las aulas hecho un fideo. El decía que comía lo mismo pero bebía más agua. A ninguno nos convencía esta explicación; de ahí que surgieran las bromas y comentarios. Más si cabe cuando, al cabo de unos meses, reaparecía con su gordura original sin razón aparente, tal vez porque había dejado de beber agua. A alguien se le ocurrió bautizarlo entonces con el sobrenombre de el profesor chiflado, aquel científico creado por Jerry Lewis en los sesenta pero re-interpretado por Eddy Murphy en los noventa, que inventaba una fórmula para adelgazar con irregulares resultados. Y la broma dura hasta hoy.

Sin embargo, de entre todos los casos de gordura, si tuviera que decidirme por el más remarcable ese sería sin duda el del gordo de la confitería Avenida, un personaje de la villa que a base de intrascendentes cruces en mi devenir acabó por convertirse en una referencia señalada e inextinguible. Todo comenzó un sábado a la noche en la zona de bares, y no podría decir exactamente cuál. Acostumbraba a salir siempre por los mismos lugares y con la misma compañía. Fue uno de mis amigos quien me puso al corriente de la existencia de este personaje, pues frecuentemente intercambian saludos en los garitos donde coincidíamos. Si tenía un nombre nunca lo supe porque mi amigo siempre se refería a él como "el gordo de la confitería Avenida", ya que por lo visto sus padres regentaban una confitería en la que él también trabajaba (y se nutría, a juzgar por su saludable vientre). Y la cosa no hubiera tenido mayor importancia si no fuera porque este personaje se volvió recurrente en un principio y odioso al poco tiempo. Llevaba siempre el mismo polo a rayas y fumaba como un carretero. Además, nos lo cruzábamos siempre en los mismos sitios y con el mismo talante. Eran ya altas horas de la madrugada, mi amigo y yo comenzábamos a experimentar la angustia de ver como la noche se extinguía sin recompensa y el gordo de la confitería Avenida aparentaba jovialidad, con su sempiterno cigarrillo en la mano, contoneándose como una croqueta al ritmo de la música más deleznable. Supongo que, de alguna manera, era como verse en un espejo deformado que fingía que el mundo iba bien. Y eso nos molestaba, nos molestaba profundamente que alguien con motivos para sentirse mucho más desgraciado que nosotros se pavoneara de esa manera. Por eso empezamos a odiarlo. Lo mencionábamos a menudo sin venir a cuento y, cuando me mudé a Londres, empecé a colaborar con un programa de radio para España donde lo metí con calzador en mis crónicas; de ahí ya no salió. A la gente le hizo gracia el personaje e incluso se dio el caso de que ciertos oyentes del programa cercanos a su familia y amigos les hicieron llegar la noticia de que cierto individuo desde Londres mencionaba por las ondas semana tras semana las correrías de cierto gordo de la confitería Avenida.

Un verano de los que regresé a la ciudad nos cruzamos en un bar. No puedo asegurar que él me reconociera, pues de hecho nunca fuimos formalmente presentados, pero algo en su mirada, en aquel polo a rayas, en aquel cigarrillo entre sus dedos índice y corazón, me hizo ver que, después de todo, el gordo de la confitería Avenida se sentía a gusto en su papel.


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